En el manejo de despojos arquitectónicos pasó a ser una costumbre pensar en la reconversión de las ruinas industriales y en su reintroducción en otros espacios, ya sea, patrimoniales o de arte contemporáneo. José Balmes tenía la idea de destinar los galpones apegados a las viejas estaciones ferroviarias ya desafectadas, para convertirlas en centros culturales rurales. Nury González recurría a la industria de la talabartería para realizar sus obras iniciales. Pero estas debían estar en receso o a punto de quebrar. De igual modo ocurría con las ferreterías industriales. Había un cúmulo de objetos que podían ser trasladados de estantería; lo cual significaba que eran portadores de una resignificación “significativa”. De ahí que su principal obra tuviera que ver con jabones y baúles de transporte, pertenecientes a la fase doméstica inicial que jalonaban las mitologías migratorias del siglo XX. Aunque en el imaginario de esta artista, el jabón se apega más bien a la memoria técnica del grabado y a su debilidad por las artes de la impresión. El jabón que usaba en sus montajes era el que empleaban los mecánicos en los garajes automotrices y los imprenteros; los primeros, para sacarse la grasa; los segundos, para sacarse la tinta.

El “tema” es que, en el aparato de grabado, siempre, el jabón de mecánico debe estar disponible en cantidades suficientes. El grabado, más que otra actividad en el campo de las artes es el que requiere de mayor frecuencia en su uso. No está del todo omitida la posibilidad que los grabadores persistan en reproducir el “efecto Pilatos”, porque siempre se están lavando las manos; como si el trabajo de manufactura de la imagen tuviese que ser purgado. La producción de imagen guarda el arcaísmo de los primeros cristianos y reproduce, entonces, su dependencia culposa de pertenecer a las primeras huestes de operadores de propaganda. Eso quedó anclado en su espíritu, hasta hoy, generando la base de una culpabilidad que exige abordar la práctica artística como una expiación. Lavarse las manos como una de las bellas artes, diríamos.

Archivo Fotográfico, Pinacoteca UdeC

¿No es magnífico? Los centros de arte o los museos provienen de operaciones de desafección de espacios fabriles o de enseñanza dental. La Pinacoteca de la Universidad de Concepción proviene de las ruinas de la Escuela Dental, que se incendió en los años sesenta. Le faltó un diente a la universidad. Es una buena metáfora para señalar el hueco de sentido. No hablaré de “Sonrisa de mujer”. Amerita otro espacio. De todos modos, en el hueco dejado por la caída institucional de una escuela de enseñanza dental, se levanta una pinacoteca. Lo que no es verdad. Se buscaba colocar un mural mexicano en un espacio interior. La única manera de obtenerlo era adosándole una Pinacoteca. La colección ya estaba. Faltaba la carcaza. El muro perimetral de ésta acogería el mural de González Camarena, que estaba previsto para Valdivia, pero el rector de esa universidad austral no aceptó la donación. La rectoría de Concepción, con un gran sentido de la oportunidad, lo trajo para sí, acogido por el enunciado de un discurso que asumía la prevalencia de una América Morena en el programa.

En mi acercamiento al campo del grabado, lo primero fue la observación de la ropa puesta a remojar. Esta debía quedar unos días, hasta un momento en que comenzaba a despedir un certero olor que indicaba la necesidad de pasar a la fase de refriegue y de enjuague. Esto lo mencioné en el primer libelo que escribí sobre “arte en Chile”, que fue sobre Carlos Altamirano. Este había hecho una obra en la que usaba una batea cubierta con un vidrio sobre el que había traspasado el título con letraset. Me parece que era “grabado en la memoria”. Él se refería, por cierto, a la memoria del arte chileno que había descubierto impresa en las páginas de Icarito, que era un suplemento escolar. La obra sería titulada como “Versión residual”, en relación polémica directa con “delachilenapintura, historia”, de Dittborn. Una cosa no va sin la otra. Desde la escolaridad, Altamirano atacaba la meta-referencia de Dittborn a la historia de la pintura como efecto de una historia de pose-de-pintor que homologa ponerse-para-la-foto con pasar-a-la-historia.

Versión residual de la historia de la pintura chilena, Carlos Altamirano, Colección Pedro Montes.

Alberto Madrid ha vivido fascinado por esa obra que proviene de Icarito, digo, porque la imagen está despegada del diario y es trasladada mediante la aplicación de un químico doméstico sobre una sábana, de modo que la imagen queda estampada al revés. No era un de/collage del tipo vostelliano. Ni tampoco un desgarro a lo Raymond Hains. La referencia provenía de un charlatán de Alameda con Bandera, que vendía una pomada con la que los escolares podían transferir a sus cuadernos de tareas, imágenes de fotografías impresas en el diario.

Recuerdo que, siendo escolar, existía un manual anillado, confeccionado sobre páginas enceradas en las que había reproducciones lineales de acontecimientos históricos relevantes, que se encontraban en el programa de estudios. Había todo tipo de mapas, de acuerdo a los siglos. Y también retratos de personajes ilustres. Eran transferibles sobre las páginas de nuestro cuaderno de historia y geografía y podían ser coloreados. Le debo mi sensibilidad transferencial a este manual.

Alberto Madrid sostiene que el trabajo con que Carlos Altamirano transfiere las imágenes de las pinturas chilenas impresas en el suplemento para facilitar las tareas escolares, es la principal obra del período, porque se metamorfosearía en “santo sudario” de la historia de Chile como catástrofe bíblica. Estoy hablando de la obra cumbre de los desplazamientos del grabado, porque tiene la virtud de no especular con la hiper/metáfora, sino de realizar una operación disruptiva que lo mantiene, sin embargo, dentro del campo. De lo contrario, no habría desplazamiento, sino simplemente abandono del terreno. Lo cual es crucial para mantenerse de este-otro-lado, y seguir dependiendo de la facultad de las tintas de impresión, que se someten a la ciencia de la transferencia mediante su conversión en película granulada que se despega para ser transferida. Es decir, no abandona la semejanza por contacto.

Lo que no está claro, todavía, es la relación entre el grabado y las artes del remojo. Ya habrá tiempo. Lo que debo decir es que mi interés por estas artes menores proviene de la juntura entre el recuerdo del olor a enjuague en descomposición y la lectura —hace demasiados años ya— de la distinción entre sapónidos y detergentes en “Mitologías” (Barthes).

Lo lamento, pero debo confesar que en el trabajo de Carlos Altamirano, lo que más me importaba era la batea. Es decir, las condiciones del remojo, en que tenía lugar la separación de la mancha; el despegue de la suciedad. Alberto Madrid, en cambio, prefirió el traspaso del Icarito. Curiosamente, se quedó con la costra transferida y la guardó como un tesoro. Entonces, después de haberme ocupado del objeto, me hago la pregunta de por qué la versión residual de Altamirano debía estar asociada a un tipo de remojo en el que esas imágenes transferidas debían ser separadas de la tela que operaba como soporte y sudario de la historia. Había que insistir en la función-sudario en el seno de una polémica que involucraba a Dittborn como interventor de la historia, acreditado.

Entonces, cuando una industria entra en ruinas o una tecnología es superada, los locales de asentamiento de dichas prácticas pueden optar a asumir funciones nuevas en lo que se ha denominado equipamiento cultural. Una cárcel puede ser un centro cultural, una industria desafectada puede ser transformada en cine, una cervecería en museo, una automotriz en vivienda social, una estación de trenes en espacio ferial, por mencionar algunos casos.

Regreso a la hipótesis inicial: las instituciones deben estar en receso o a punto de quebrar. Solo así se les puede analizar mejor: cuando se muestran en un cierto estado de degradación. Lo que se degradaba, en Chile, era la memoria. Entonces, el aparato de grabado re/apareció con fuerza, para proporcionar un discurso destinado a reparar, a reconstruir la imagen de las ilusiones perdidas, mediante el empleo de una tecnología de la proximidad corporal, que exige la presencia y el contacto de la matriz con el soporte que será portador de la reliquia.

Previo a eso, habrá que ocuparse de la tecnología de producción de línea, sobre madera, sobre metal, sobre piedra. La madera, en general, sostiene la línea gruesa de la ostentación de zona, para el traspaso de grandes masas de tinta. Admito una subordinación simbólica que insiste en simular la permanencia de una liturgia de la sustracción, para que pueda haber transferencia. ¿Qué hacer con toda esa viruta sobrante? Vendría a ser el residuo primero de la conquista de las sombras. Lo que haría, la xilografía, sería una restitución de nuestros sueños (deseos) más arcaicos.

Durante la dictadura yo hacía clases en una variedad de institutos y en la USACh, trasladando de un lugar a otro un curso que llamé “tecnología de los medios”. Era un curso que inventé, para abordar cuestiones tan diversas como “la estética televisiva” o las “tecnologías no mecánicas de la imagen fija”. No pudiendo ser habilitado para cumplir funciones delegadas en algún tipo de ONG, no me quedo otra alternativa que trabajar de profesor en cuanto instituto fuera posible. La enseñanza de comunicaciones y la crítica de arte se me ofrecieron como espacios laborales en extremo precarios. No había mucho donde escoger. De ahí que puse en forma unos cursos que, en el fondo, eran una extensión de las lecturas que había tenido que hacer cuando tuve que escribir una memoria sobre los instrumentos de observación astronómica a comienzos del siglo XVII. Entonces, algo supe de un señor que se llamaba Simondon. Pero circulé entre los historiadores: Mumford, Giddens, entre otros, para ir a los objetos mismos. Todo lo cual, en el ambiente de los onegistas que dominaban el espacio intelectual carecía de rentabilidad política. Hasta que cayó en manos de los “logotetas” de FLACSO el ejemplar de T.S.Khun sobre las revoluciones científicas y trasladaron sus esquemas a la crisis de paradigmas de la izquierda, como estrategia discursiva de legitimación presupuestaria de la des/marxistización de la serían sujetos activos.

De modo que en Santiago, cuando me vinculé con la gente del grabado, sin que ellos lo percibieran, me convertí en un atento observador de los procedimientos y de los andamiajes del espíritu. Entonces, para despistar a quienes se manifestaban en el campo de la hiper metáfora, no dejé de someterme al estudio material de las palabras, en su literalidad inscriptiva. La obra de Dittborn me fascinó por eso y nada más. Me proporcionaba las confirmaciones sensoriales y materiales que me habían determinado desde mis primeros estudios en la Biblioteca Méjanes (Aix-en-Provence) buscando a los autores que se dedicaban aux choses curieuses; en particular, Mersenne, Gassendi  y otros, que abundaban en cuestiones dióptricas y catóptricas. Pero igual, se quedaban en el utillaje de la intermediación. Yo buscaba la tablilla caldea. Es decir, el soporte “original”. Aquel, en el que operaba un utensilio incidente. Por ser, una tabla de madera cubierta de cera. Era lo primero.

Podría ser eso, nada más. Tablillas cubiertas con cera oscura en vez de papel. Eso está demasiado cerca de la imago, que designaba entre los romanos el molde de cera realizado sobre el rostro del muerto durante sus funerales. Razón de más para que esta iniciativa formara parte de los talleres que forman parte de la exposición “Grabado: Hecho en Chile” en el CCLM. Por eso el interés que puse en el trabajo de Patricio Rojas. Al final, quedaron las fotografías de sus máscaras mortuorias. Es lo que tenemos, para precisar la función de la imagen en el trabajo del duelo.

Catálogo de la muestra “Grabado: hecho en Chile” exhibida en el Centro Cultural La Moneda

Los grabadores chilenos, a comienzos de la dictadura, regresaron a la materialidad de la matriz porque habían perdido contacto con ella. ¿Esa no era la idea? Regresar a la fabricación de un fetiche protector, porque la matriz (mismamente) estaba amenazada. Mientras nos quitan la imagen, levantamos el anverso reparatorio. Pero eso implica regresar a la tablilla de origen. ¡Así de animista! Sin embargo, los grabadores, en su mayoría marxistas vulgares, recusaban esta explicación. Ellos estarían por la democratización de las imágenes, solo porque no tenían dinero para disponer de una rotativa donde poder imprimir el diario del partido. Lo curioso de este sentimiento de culpa es que se imponían una pena suplementaria por no ser linotipistas. En eso consiste el inconsciente del grabador-a-pesar-suyo, porque vive pensando en la carencia de la imprenta. Yo estoy por ir más lejos que eso. Busco estudiar las condiciones de desbaste, de excavación, si se quiere, de la materia primaria. Lo cual significa no poner atención en la imagen, sino en el soporte. Por eso, he tratado de ir hacia atrás, para poder pensar en el futuro.

Antes de 1973, el grabado clásico —digamos— está en receso. La gráfica, en su acepción moderna, lo ha desplazado. El diseño de izquierda que ilustra la consigna del partido se ha serigrafizado, y en el peor de los casos, ha seguido la copia de los afiches cubanos. Los más eruditos van a seguir la enseñanza de la gráfica polaca. Pero sin la abstracción. ¡Ah! Las tareas del momento exigen imágenes claras y distintas. Es decir, imágenes fotomecánicas en alto contraste para las carátulas de los discos de DICAP. ¿No? ¡El castigo de la manualidad pequeño burguesa! La fobia aparente de Eugenio Dittborn por la manualidad directa tenía ya sus antecedentes. Entonces, había que regresar a la mano, puesto que toda referencia a la fotomecánica resultaba sospechosa porque remitía a la gráfica de “El pueblo tiene arte con Allende”. De modo que los grabadores iniciaron una ofensiva elusiva y alegórica. De ahí, entonces, se impone la recuperación partidaria del grabado en madera. Gesto arcaico. De eso escribo (algo) en “La novela chilena del grabado”[1].

Ahora, sin embargo, rechazo las transposiciones metafóricas y me someto a la lectura literal de las materias. La cera forma parte de mi utillaje simbólico básico. Lo único que he retenido de algunas lecturas de artes primeras ha sido mi sujeción a la materialidad de un pedazo de palo pequeño que en su extremo tiene amarrado un cuero fino que contiene una mezcla de grasa animal con carbón vegetal. Con eso bastaba para hacer un trazo sobre la pared de roca. En el nivel más elemental, el trazo inscrito por simple contacto no significa otra cosa que la prueba de dicho contacto. En efecto, la sensación producida por el tacto sobre una superficie maleable deja una huella, si se quiere, a nivel de piel[2]. Para el bebé, la madre no solo es aquella que gratifica o que frustra, en una dialéctica de la presencia y de la ausencia. Para el bebé es, en primer lugar, una superficie de piel.

En Chile, en 1973, tiene lugar una separación entre la Madre de la Ilusión y el instrumento que forja el efecto maleable sobre la superficie del social. De manera inconsciente, los grabadores partidarios buscaban sintomatizar su carencia poniendo atención en el utensilio de incisión como sustituto de la incisividad perdida por el partido. Mediante la sobre dimensión de la xilografía, lo que estaban haciendo era convocar a los espíritus defensivos para reparar la pérdida. Lo que había ocurrido es que la Ilusión a la que apelaban había adquirido forma foto-mecánica. Pero se trataba de la representación por semejanza de un deseo de transformación social. Al momento de ser reprimida, en 1973, los grabadores comenzaron a purgar, buscando la imagen arcaica que sostenía la representación de su Ilusión Política y enfatizaron la importancia del gesto incisivo que buscaba re/trazar la imagen de lo perdido. Hay que repetirlo en todas las formas. De ahí, la necesidad de regresar a la pre-mecánica, por una necesidad táctica que al final, tendría proyecciones estratégicas. La imagen de lo perdido —sin embargo— no fue recuperada. Quedó inscrito el gesto. Lo que el aparato de grabado retiene, entonces, es la reproducción del gesto técnico.

Para entenderlo y formular una política para el sector, lo que hay que hacer es establecer que al interior del grabado ya existe una ruptura tecnológica mayor, porque el grabado en metal y la litografía ya prefiguran la fotografía, por la vía del revelado. Es aquí que hay que hacer el corte. El grabado en metal y la litografía están demasiado cerca de la fotografía y debieran formar parte de su enseñanza, porque es en ellas que se autoriza la mecánica de la imagen antes de su sometimiento a la óptica.

En la escuela de arte de la Universidad Católica, los grabadores incorporaban a los fotógrafos en su línea de trabajo para impedir que estos últimos tuvieran un cupo en el consejo de administración. Era muy gracioso, porque tenía, mal que mal, unos efectos consistentes en el terreno de las expansiones. Por eso no es casual que haya sido en esa escuela que la deriva de los desplazamientos adquiriera estatuto académico[3]. En la Universidad de Chile no pasó nada, más allá del manierismo de Eduardo Garreaud y la furia inicial de Enrique Zamudio, que veía cómo los desplazamientos se legitimaban gracias a las escrituras (calificadas) “conceptuales”.  

Previo a eso, el esfuerzo del exceso serigrafizante lo llevaron otros, hasta la pictorización que Smythe hizo de la estética-papel-kraft, antes de hacer de la fotografía su plataforma depresiva. En la Chile, no pasa nada en el grabado: lo que hay es el efecto del traslado de profesores del ARCIS, que son portadores de una historia en el terreno subordinado de los desplazamientos, pero a la que nunca nadie le había proporcionado un discurso de validación. Es lo que ha hecho el libro on line que acaba de publicar un departamento de grandes investigaciones internas bajo la firma académica de Francisco Sanfuentes, que a simple vista se dedica a relevar los trabajos de su tribu, que, hasta la fecha, no había tenido una visibilidad consistente. Pero es una tarea bien hecha, a la que le dedicaré un trato especial, porque contrariamente a la actitud intelectual por ellos desplegada, no practico la omisión. Los celos suelen ser fatales porque no permiten admitir a quien le debemos algunas cosas.

La xilografía —en cambio— permanecerá siempre más cerca del trauma de origen y tendrá que rendir cuenta del empleo de un imaginario corto-punzante, que busca en el desbaste la compensación por haber renunciado a la práctica del desollamiento. Buscará, entonces, trabajar en la masacre de la piel, aniquilando mediante “charqueo” la zona de contacto íntimo. De todo eso quedará una memoria de “viruta”, como si fuesen escamas visuales invertidas en una antigua teoría de la visión en la que no se resolvía todavía el lugar de las imágenes en el fondo del ojo.

De este modo, el grabador se emparenta al micro-escultor, y de paso, se le puede llegar a confundir con el artesano imaginero y el ebanista. La primera plancha de grabado en madera sería el origen fallido de un mueble. Puede ser. Imagino la plancha móvil de un retablo. Escondemos el sentido de una imagen (interior) mediante la ostentación de otra imagen (exterior). Eso explicaría la fascinación que ejerce la exhibición de las planchas de madera, porque en verdad es lo que las asemeja a los restos de un retablo destruido del que se recuperan apenas algunas imágenes de la Pasión.

Todo lo anterior estaba supuesto en “La novela chilena del grabado”, pero no había sido expuesto con el detalle requerido. Al fin y al cabo, era un libro destinado a una cofradía de grabadores, en su mayoría vinculados a la Universidad Católica. Quizás eso haya contribuido al equívoco que me condujo a la dirección de la escuela. Igual, siempre sostuve que la escuela no existía sino como aparataje administrativo para que subsistiera una escuela de facto, que era la que se realizaba mediante la enseñanza del triángulo Vilches / Cruz / Millar. Fuera de eso, la escuela oficial era nada. Lo único concreto y constructivo para la escena local ha sido el efecto de obra que este triángulo hizo posible y que se manifiesta en las obras de Beatriz Leyton, Mario Navarro, Jorge Padilla y Mónica Bengoa. Listo. No se hable más. (Risas).


[1] MELLADO; Justo Pastor. “La novela chilena del grabado”, Editorial Economías de guerra, Santiago de Chjile, 1995. Reimpresión, 2022, Valparaíso.
[2] TISSERON, Yolande/ TSSERON, Serge. “L´érotisme du toucher des étoffes”, Ëditions Garamont /Archimbaud, Paris, 1987.
[3] PADILLA, Jorge. “Artistas del desplazamiento”, Exposición Galería ArtEspacio, Santiago de Chile, julio 2022.